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Valencia, California
Studying scripture and preaching the Word to draw us into deeper understanding and more faithful discipleship.

Saturday, December 22, 2007

Requiere a los dos


Lucas 2:1-20

Yo soy parte del equipo que va a crear el primer culto de adoración para la conferencia anual. Somos un grupo de pastores y todos somos de los “jóvenes”. Nos encargaron con la música, el diseño, la liturgia, todo, menos la predicación, y la obispa predicará. Esta semana estaba pensando en el culto y pensé que sería buenísimo usar un cuadro de una artista que había visto. El artista hace cuadros de Jesús durante un culto. Estaba presente para una reunión de jóvenes de la conferencia el año pasado y hizo unos cuantos cuadros. Son bien grandes y de muchos colores. Y son de Cristo. No son los colores normales para una persona. Son de amarillo, verde, rojo, morado. Son vibrantes e impresionantes. Les había visto en unas fotos y creía que a lo mejor serían bueno para este culto de la conferencia anual.

Entonces, los mencione a unos amigos pastores. Les pregunté si sabían cómo los podíamos encontrar. Los dos sabían y los dos inmediatamente me dijeron, “son bien manchados de sangre, y a unos no les va a gustar.” Me chocaron sus comentarios. Les dije, “quizás estoy equivocada, pero yo creía que nuestra fe enfocaba en la cruz, incluso la sangre.” No me respondieron. No creo que ellos mismos se opondrían, sólo que esperaban que otros sí. Pero me quede pensando en esto. ¿Cómo es que nosotros como cristianos, congregados como iglesia conferencial, podemos oponernos a la sangre de Cristo? Yo sé que nos pude asustar la sangre de Cristo. Yo sé que nos choca la idea del sacrificio de un hijo. Yo sé que no queremos admitir que crucificamos a Dios en una cruz. Yo entiendo todo esto. Pero también entiendo que no fui yo, como Dios, que inventó esta idea. No fui yo que mandó a mi hijo. No fui yo que decidió morir por los pecados de todos. No fui yo que entendió que tendría que morir Dios para que nosotros nos diéramos cuenta del amor y gracia que Dios nos quiere dar. No fui yo. Fue Dios. Entonces, ¿cómo puedo yo oponerme? Dios inventó la idea. Dios mandó a su hijo. Dios decidió morir por los pecados de todos. Dios entendió que tendría que morir para que todos se dieran cuenta del amor que tiene para nosotros. Fue Dios. Y quizás no nos gusta como salió. Quizás no nos gusta la sangre de la cruz. Quizás no nos gusta que nuestros pecados sean los que matan a Jesús aunque no vivimos en la época exacta de la historia en la cual vivió. A lo mejor no nos gusta y queremos oponernos. Pero esto es nuestra historia. Esto es nuestro evangelio. Esto es nuestro Dios.

Y si no queremos poner ni ilustrar la sangre que le salió de Jesús porque nos da vergüenza o no nos gusta o nos da pena, pues debemos examinar nuestra fe. Porque parte de lo más central a la fe es la sangre de Cristo. Y si vamos a rechazar la sangre, vamos a rechazar también la salvación que viene por esta misma sangre.

Yo creo que estamos de acuerdo y nos gusta la salvación. Nos gusta el perdón. Nos gusta estar salvos. Nos gusta el poder dejar nuestros pecados, nuestros fallos, y nuestras debilidades en el pasado. Nos gusta poder empezar de nuevo y no ser culpables para siempre por nuestros fallos. Con la salvación nos sentimos bien. Con la salvación experimentamos gracia, paz, y misericordia. Y nos gusta. La salvación nos saca del dolor, aflicción, y pena. La salvación nos lleva al bien del reino y queremos gozarnos allí. La salvación es buena, es agradable. Y al rato, en medio de esta bondad, alguien nos enfrenta con sangre. Mucha sangre. Sangre cubriendo el cuerpo del Cristo. El Jesús que nos dio tanto bien cubierto en sangre. Y nos choca. No debe de ver sangre junta con la paz. No debe de ver sangre junta con la justicia. No debe de ver sangre con la misericordia. No debe de ver sangre con la compasión. Encima de todo, no debe de ver sangre con Dios mismo. Son incongruentes. No van juntos.

Pero por la historia que Dios creyó, si van juntos. Si nos falta la sangre, nos falta la redención. Nos falta la salvación. Necesitamos la sangre de Jesús. Dependemos de ella. No podemos tener una sin la otra. La redención requiere la sangre. Lo agradable requiere lo desagradable.

Yo creo que todos aquí comemos carne. Yo como carne. En mi casa, cuando era niña, cada cena tenia carne—res, pollo, puerco, pescado. Comimos carne. Pero nunca criamos los animales que íbamos a comer. No teníamos vacas, ni gallinas, ni cerdos. Nosotros compramos todo en el mercado. Y cuando estaba en la universidad, me di cuenta que había separado la idea de lo que comía de los animales que me gustaban. Aun los llamamos diferente. Hay una vaca, pero como res. Hay una gallina, pero como pollo. Es como si no fueran lo mismo. No sé si uno de ustedes creció en una finca, o si criaban los animales, pero mi abuela creció en una finca, y una regla que aprendí de ella fue de que no se puede nombrar a los animales. La vaca no puede ser Betsy, ni el cerdo Juan porque los niños no comerán si saben que Betsy está en la mesa, o que Juan está en la olla. Me imagino que nos disfrutamos cuando comemos. Nos gusta tamales de puerco ya arroz con pollo. Nos llena. Disfrutamos el sabor. Es bueno. Y dentro de lo bueno, no queremos enfrentarnos con la sangre, con la realidad. No queremos saber que lo que comemos tenía que morir primero. No queremos aceptar que para disfrutar de algo, tenía que sufrir primero.

Y yo diría que pasa igual con Cristo, con la sangre y el sacrificio. Queremos disfrutar de la salvación, pero no queremos ver primero la sangre. Queremos participar del banquete que nos provee Dios, pero no queremos saber que fue el santo niño que sufrió para que estuviéramos. Queremos separarlos. Poner el sufrimiento y la sangre en un lado, y la salvación y el gozo en el otro.

Y si me dicen, pero pastora, estamos en el adviento, esperando el santo niño, ¿cómo puedes hablar de estas cosas? Debemos hablar de la fiesta, de la esperanza, de lo bonito. No hables de la sangre. No hables de estas cosas. Nos dan pena. Habla de la paz, de la esperanza, del gozo. Habla de esto pastora. Pero si hiciera esto, otra vez nos quedaríamos en lo agradable sin aceptar la sangre. Y si no podemos aceptar la sangre de Cristo de la cruz, tampoco podemos aceptar la encarnación de la navidad. Están atadas. La sangre y la encarnación. Necesitamos a las dos. Si no fuera nacido Dios como niño bebe, no lo entenderíamos lo mismo. No entenderíamos tanto la humildad que requería para confiar en nosotros cuidarle desde niño. No apreciaríamos el misterio que va con la encarnación—como se embarazo una mujer sin tener relaciones sexuales. Como puede el Espíritu Santo fertilizar un óvulo. Y si no viéramos a Dios en la persona de Jesús desde el principio, no sería igual el sacrificio de la cruz. Y si Jesús en la cruz no es Dios mismo, el Dios de la encarnación, no nos salva de los pecados.

O sea, la fe que tenemos, la salvación que experimentamos, la esperanza que mantenemos requiere la encarnación Y la sangre de la cruz. No podemos negar ni a una ni a la otra.

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